Policías y guardias civiles reclaman equiparación salarial con los cuerpos de seguridad autonómicos. Pero eso sería lo mismo que acabar con los parlamentos regionales

La reciente manifestación en Madrid de policías y guardias civiles,reclamando equiparación salarial con colectivos similares en todo el territorio nacional, ha aflorado un viejo debate sobre si todos los empleados públicos del Estado deben percibir las mismas retribuciones. Un informe del sindicato CSIF, presentado este lunes, va en la misma dirección. El sindicato sostiene que los funcionarios de Cataluña o País Vasco cobran hasta 21.000 euros más al año que los de la Administración central, a quien paradójicamente se suele asimilar al Estado, como si las comunidades autónomas no lo fueran. La Asamblea de Madrid, incluso, con el voto a favor del PP, Ciudadanos y PSOE, ha reclamado la equiparación salarial de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.

Existe, sin embargo, una evidencia: cobrar más o cobrar menos no tiene por qué ser necesariamente un acto discriminatorio. No solo porque el nivel de dedicación, capacidad o esfuerzo del empleado público sea distinto —y para eso está la retribución variable vinculada a la productividad—, sino por el hecho de que la política de retribuciones es una competencia clásica de los parlamentos.

Es más, el núcleo duro legislativo del parlamentarismo tiene que ver con la aprobación de los presupuestos, una especie de ley de leyes que afecta de forma transversal todo el el aparato administrativo. De hecho, no se puede hablar de democracia si los parlamentos no están en condiciones de aprobar las cuentas públicas, que ya desde tiempos del gran Colbert, el ministro de Hacienda de Luix XIV, vienen a representar el sometimiento del poder político a los representantes del pueblo, que son quienes deciden cuánto, dónde y cómo puede gastar la Administración cada año.

Y parece evidente que si al parlamento regional se le despoja de esa atribución (el célebre capítulo 1 de gastos de personal), no se puede hablar de autogobierno, ni siquiera de autonomía plena. La Constitución dice lo que dice, y hoy por hoy son los parlamentos regionales quieren aprueban los presupuestos autonómicos.

Parece razonable pensar que un parlamento elegido por sufragio universal tiene derecho a establecer su propia política de prioridades. Es decir, de manera legítima puede optar por pagar mejor a los maestros que a los médicos. O viceversa. O puede considerar que lo mejor es tener pocos funcionarios, pero eficientes y bien pagados, antes que empleados públicos poco cualificados y escasamente productivos. Sin olvidar el punto de partida, que es siempre desigual.

Hay comunidades autónomas con una enorme dispersión del territorio(lo que obliga a contratar a muchos empleados públicos y encarece el capítulo 1), y otras, por el contrario, son uniprovinciales y con pocas competencias (también en esto hay diferencias), lo que obliga a que cada Gobierno tenga su propia política de personal. Y despojar de esta competencia a los parlamentos regionales —que son quienes la aprueban— sería lo mismo que vaciar de contenido la España autonómica que articula la Constitución.

Regiones y regiones

Otra cosa es que se pretenda hacerlo cambiando el modelo territorial, pero esa es harina de otro costal. Sin olvidar, claro está, que el coste de la vida entre regiones es muy distinto. Y más si se comparan los precios entre núcleos rurales y urbanos. ¿O es que el coste de la vida es igual para un guardia civil rural que para otro que viva en barrios céntricos de Madrid o de Barcelona?

Distinta es la necesidad de conjugar ese principio de autonomía financiera con el interés general de la nación, que no siempre coincide, lo que explica los numeroso litigios entre las administraciones autonómicas y el Gobierno de turno.

Lo que dice la Constitución (artículo 149) es que el Estado está obligado a garantizar “la igualdad de todos los españoles”. Pero, al mismo tiempo, aclara que las comunidades autónomas “gozarán de autonomía financiera para el desarrollo y ejecución de sus competencias con arreglo a los principios de coordinación con la Hacienda estatal y de solidaridad entre todos los españoles”. En palabras del Tribunal Constitucional, la autonomía financiera supone, ni más ni menos, «la propia determinación y ordenación de los ingresos y gastos necesarios para el ejercicio de sus funciones». Por lo tanto, los presupuestos autonómicos —de acuerdo al perfil ideológico de cada partido— tienen la capacidad de orientar los gastos propios a su libre albedrío, aunque con ciertas limitaciones, como es razonable en un Estado cuasi federal, pero sin instituciones que lo sustenten.

El interés general —en el caso de los empleados públicos— se articula mediante un incremento de la masa salarial idéntica para todas las comunidades autónomas, y cuya tasa se incluye anualmente en la Ley de Presupuestos del Estado. Este año, por ejemplo, un 1%.

¿Quiere decir esto que todos los empleados públicos deben tener la misma subida o deben ganar lo mismo? En absoluto. Lo que se aprueba —y hay numerosas sentencias del Constitucional en este sentido— es la subida global del capítulo 1, al tratarse de una norma básica debido a que constituye una medida económica de carácter general, pero no los incrementos individualizados o la política de contrataciones. Entre otras cosas porque el Estatuto Básico del Empleado Público se limita a establecer que las retribuciones de los funcionarios de carrera se clasifican en básicas y complementarias.

Las remuneraciones básicas son las que retribuyen al funcionario según la adscripción de su cuerpo o escala a un determinado subgrupo y en función de su antigüedad, mientras que las complementarias son las que retribuyen las características de los puestos de trabajo, la carrera profesional o el desempeño, rendimiento o resultadosalcanzados por el funcionario. Es decir, no todos los empleados públicos son iguales. Ni tienen por qué serlo. Otra cosa es que se quiera pagar más por justicia a policías y guardias civiles o se pretenda volver a un Estado centralizado, pero eso supone cambiar la Constitución que con ardor se defiende estos días.