En la antigua URSS había un género cinematográfico sin par en el resto del mundo. Eran las películas sobre heroicos agentes del KGB. Sujetos pulcros, repeinados, envarados, puritanos, abstemios, pero infalibles para deshacer inicuas conspiraciones internacionales, que carecían del menor escrúpulo cuando se trataba de aniquilar a los «enemigos de clase» y a quienes osasen amenazar a la «madre patria». A menudo parece como si el presidente ruso, Vladímir Putin, veterano pero mediocre exagente del KGB, hubiera tomado como modelo de conducta a aquellos «héroes» desfasados.

El 31 de diciembre de 1999 Boris Yeltsin presentó su dimisión y dio el campanazo presentando como su sucesor al callado y solitario Putin, su jefe del Servicio Federal de Seguridad, el nuevo KGB. Ese mismo día, Putin lanzó su primera advertencia: «Quiero subrayar que ni por un minuto en el país habrá un vacío de poder y las autoridades cortarán de raíz cualquier intento de quebrantar la legislación».

Quienes conocieran la biografía de Putin tal vez recordaran entonces los tiempos en los que este aprendió a pelear a cabezazos con los matones de su barrio de Leningrado. «Si alguien le insultaba de la forma que fuese, Volodia se le lanzaba encima inmediatamente, le arañaba, le mordía y le arrancaba el pelo a mechones, era capaz de cualquier cosa con tal de no permitir que nadie lo humillase», recuerda Viktor Borisenko, un amigo de infancia del presidente ruso. El propio Putin alardeó de sus inclinaciones peleonas, cuando recordó por qué fue expulsado de los Pioneros del Partido: «Yo no era un pionero. Era un gamberro… un matón».

Nada más tomar posesión de la presidencia, Putin lanzó una fiera ofensiva contra los independentistas chechenos. Según la ONG Memorial, ahí murieron unos 20.000 civiles. Pero ese es un curioso conflicto en el que las fuentes oficiales elevan el número de muertos a cifras astronómicas: entre 150.000 y 200.000 en las dos guerras. Como si quisieran dejar bien impreso en la memoria de los rusos el baño de sangre con el que saldó la rebelión.

Putin no es un demócrata ni desea serlo. Encarcela y humilla a la oposición, y no tiene el menor interés en jugar limpio con quien le lleva la contraria en su país. Pero es muy probable que hubiese ganado sin problemas varias elecciones. A su manera, Yeltsin intentó civilizar a Rusia y acercarla a Europa. Pero se vio desbordado por el apocalipsis que sucedió al derrumbe de la URSS. La economía entró en una recesión en espiral, las ciudades-fábrica creadas por Stalin cerraban por quiebra, la sublevación de Chechenia amenazaba con romper la Federación Rusa en mil pedazos y la privatización de la economía se convirtió en una guerra a tiro limpio de magnates con aires de gangsters, surgidos muchos de ellos de la mafia del Partido Comunista de la URSS. Putin se convirtió entonces en modelo de macho alfa de la política, bajo el que a veces las sociedades se guarecen cuando se sienten inseguras, ven amenazada su identidad, su integridad territorial o sus garantías de ir tirando en la cotidiana lucha por la vida.

Fascinación

Putin creó escuela y aún hoy es modelo de aprendices de autócratas como el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan. Este humilde hijo de un guardacostas, que de joven se ganó la vida vendiendo limonada y rosquillas de sésamo se sintió fascinado por la testosterona política del presidente ruso en los momentos más difíciles de su Gobierno. Erdogan fue al principio un primer ministro pragmático que imprimió a su país un vigoroso crecimiento económico y lo dejó irreconocible con la modernización de carreteras y construcción de hospitales y barrios de negocios. Luego apostó por la Primavera Árabe, y perdió. Se le vio llorar cuando encarcelaron al expresidente egipcio, el islamista Mohamed Mursi. Apostó por buscar un entendimiento con los kurdos, y perdió. Buscó un cambio de régimen en Siria, y volvió a perder.

Siempre fue bastante reaccionario: lo que algunos definirían como un líder del patriarcado heterosexual. Intentó penalizar el adulterio y crear zonas libres de alcohol (no pudo). Condenó el feminismo y el control de natalidad y nunca creyó en las relaciones de igualdad entre hombres y mujeres. Pero mantuvo las formas democráticas, hasta que se vio acosado por el terrorismo de Daesh y del secesionismo kurdo y a punto de ser derrotado en Siria. Entonces llegó el frustrado golpe de estado. Y ahí fue cuando se le subió a la cabeza el apelativo de «Sultán», se volvió hacia el maestro Putin (un viejo enemigo, pero pelillos a la mar) y descubrió las ventajas de la autocracia. Se cree un líder indispensable para su país y a nadie le caben dudas de que jamás se va a apear del poder.

Fracaso de Tahrir

El caso de Erdogan subraya las dificultades de democratización de los países musulmanes. Y el del presidente egipcio, Abdelfatah al Sisi, aún mucho más. Al Sisi llegó al poder dando un golpe de estado contra el gobierno de los Hermanos Musulmanes, elegido libremente en las urnas. Pero hay que reconocer que se lo pusieron fácil. La Hermandad acometió una reforma de la Constitución sin contar con el consenso de los jóvenes y laicos que animaron la revolución de Tahrir. Y jóvenes y laicos apoyaron el golpe militar. Al final, Al Sisi aplastó por igual a islamistas, jóvenes, laicos, modernos y retrógrados. Todos a la cárcel. Le bastó y le sobró con tener el apoyo saudí y la complicidad internacional en el exterior, y el respaldo interior del Ejército al que se encargó de enriquecerlo debidamente con prósperos negocios, contratas y posesión de tierras.

Un tercer caso de líder convencido de ser imprescindible es el presidente chino Xi Jinping. No puede decirse que Xi sea un macho alfa, pero a la hora de barrer rivales no tiene igual. Mao orquestó una sangrienta revolución cultural para deshacerse de sus enemigos. Xi logró lo mismo con puño de seda. Xi es un conseguidor. Ha llevado a su terreno a líderes tan pugnaces como Donald Trump o el norcoreano Kim Jong-un. Y no hay dirigente en el mundo que tenga un monopolio del poder tan cómodo como el suyo. A Xi no le hace ninguna falta hacerse fotos enseñando el torso desnudo para demostrar quién es el que manda. Cada clase política tiene su obsesión, y la de los comunistas chinos es la estabilidad y la obsesión por evitar otra revolución cultural. También lo es la de Xi, cuyo padre –alto dirigente del partido– fue represaliado por aquella chifladura maoísta. Xi sabe lo que es dormir en una cama infestada de pulgas en la cueva en la que fue abandonado en esos años en los que se ganaba la vida transportando estiércol y reparando carreteras. Pero, aún en la cueva, Xi era un príncipe comunista que sabe que el poder se conquista o se pierde, pero no se comparte.

El político cargado de testosterona, bien se ve, tiende a la autocracia. Pero este ni es ni será el caso de Donald Trump, quien ganó las elecciones denunciando el «poder blando» de Obama y elogiando a los grandes machos como el maestro Putin. Pero la democracia norteamericana está muy por encima de estas veleidades, y le ha marcado a fuego los límites que no podrá traspasar. Estados Unidos es un país casi imposible de cambiar, ni para bien ni para mal. Ni lo cambió Obama, ni parece que lo vaya a cambiar mucho Trump. No ha podido cambiar la ley sanitaria de Obama, no tiene dinero para construir el muro con México y, después de amenazar con fuego y furia, está ahora a punto de congraciarse con el norcoreano Kim, el hombre cohete. Trump es predecible. Primero truena, vocifera, amenaza, amedrenta. Y cuando cree que tiene acongojado a su rival… le tiende la mano y busca un arreglillo como todos. Ahora acaba de enseñar los dientes de una guerra comercial a Xi Jinping. Pero si se admitieran apuestas, ganaría la testosterona tranquila del presidente chino.

Todo lo contrario del más salvaje de todos los grandes machos de la política, Rodrigo Duterte, el presidente que conquistó el poder de Filipinas presumiendo de asesino. Duterte ha alardeado de matar con sus propias manos a más de un delincuente, de ordenar tirar a un narcotraficante desde un helicóptero y de orquestar el asesinato en masa de fueras de la ley. Unos 7.000 se calcula. Y el tan campante: «Podría pasar a la historia como un carnicero», ha declarado sin el menor remordimiento. Es lo que ocurre cuando los pueblos se asustan y creen que nadie mejor que un macho alfa para auxiliarles en la dura lucha por la vida.

 

 

 

FUENTE: ABC