RAFAEL DOMÉNECH

 

A pesar de la evidente mejora de la renta per cápita en España durante las últimas décadas y de los considerables recursos que el sector público ha dedicado a intentar reducir las diferencias entre las regiones españolas, el balance en términos de convergencia regional no es totalmente satisfactorio. Es cierto que las diferencias se han reducido considerablemente, pero todavía siguen siendo significativas. En 1960, la región más rica (la Comunidad de Madrid) tenía un PIB por persona en edad de trabajar equivalente al 184 por ciento de la media de España, mientras que el de la más pobre (Extremadura) era sólo del 52 por ciento. Seis décadas más tarde, en 2019, ambas comunidades seguían estando en los extremos de la distribución regional, aunque sus rentas por persona en edad de trabajar suponían el 138 y el 73 por ciento de la renta media, respectivamente. Si en lugar de concentrarnos sólo en la región más rica y en la relativamente más pobre se analizan los cambios en el conjunto de comunidades, se observa que las diferencias regionales se han reducido en promedio prácticamente a la mitad. Esta evidencia se confirma al analizar la evolución de la dispersión de la renta regional, en términos relativos a la renta media, lo que en términos estadísticos se conoce como coeficiente de variación. Esta dispersión se ha reducido un 44%, desde 0,36 en 1960 hasta 0,20 en 2019. Pero el proceso de convergencia, que fue bastante intenso en las tres primeras décadas, prácticamente se ha detenido en las últimas tres, salvo por un pequeño avance antes de la Gran Recesión.

En la medida que el capital humano es un determinante fundamental de la productividad del trabajo, de la tasa de empleo y por lo tanto, del PIB por persona en edad de trabajar, en un reciente estudio de BBVA Research y FEDEA hemos analizado la evolución de las disparidades educativas regionales a lo largo de este periodo, utilizando para ello series actualizadas de los años de educación de la población mayor de 25 años. Los cambios registrados en la estructura educativa de la población española durante estas seis décadas han sido formidables. En 1960, el 15% de la población adulta española no sabía leer ni escribir, el 94% no había ido más allá de la escuela primaria y menos de un 3% tenía algún tipo de formación superior. Sesenta años más tarde, el analfabetismo prácticamente ha desaparecido, más de un 70% de la población tiene al menos algún tipo de educación secundaria y en torno a un 25% ha accedido a la educación superior. Esta considerable mejora del nivel de formación se ha traducido en un incremento de casi el 120% en el número medio de años de educación de la población adulta, que ha aumentado de 4,7 a 10,4 entre 1960 y 2019. Aunque las disparidades educativas entre regiones se han reducido sustancialmente durante los últimos sesenta años, lo han hecho a un ritmo desigual. No es extraño que durante estas seis décadas las comunidades en los extremos de la distribución regional de los años de educación sean las mismas que en el PIB por persona en edad de trabajar: Madrid (con 11,7 años medios de escolarización en 2019) y Extremadura (con 9.1). También se observa que la convergencia ha sido en términos relativos un poco más intensa que en el caso de la renta, pero se ha ido ralentizando con el paso del tiempo y se ha detenido en la última década, mostrando un perfil similar a lo largo del tiempo.

Las migraciones interregionales fueron un importante factor de convergencia en los años sesenta y setenta. En la actualidad es incluso posible que las migraciones sean una fuente de divergencia

Obviamente, la ralentización de la convergencia regional en capital humano es una mala noticia para las expectativas de convergencia futura en renta per cápita. Además, que esta ralentización se haya producido precisamente coincidiendo con el proceso de descentralización de competencias a los gobiernos regionales puede parecer paradójico, aunque tenga más que ver con otro tipo de determinantes. Primero, las migraciones interregionales fueron un importante factor de convergencia en los años sesenta y setenta. En la actualidad es incluso posible que las migraciones sean una fuente de divergencia, si quienes se mueven de unas regiones a otras son los jóvenes más cualificados, atraídos por las mejores expectativas laborales y profesionales de las ciudades más pujantes. Segundo, además de diferencias educativas entre regiones, hay también disparidades en los niveles de capital productivo y tecnológico, en intangibles, en la productividad total de los factores y en las tasas de ocupación. Muchas de estas diferencias se terminan plasmando en un mayor tamaño medio de las empresas en las regiones más productivas, con más capital humano y con mayor inversión en I+D+i. Otro estudio reciente muestra que las diferencias en las tasas de empleo han ido ganando peso como fuente de la disparidad regional de renta. Tercero, aunque algunas nuevas tecnologías hacen factibles procesos productivos a mayor distancia de proveedores y clientes, hay muchas externalidades que siguen favoreciendo la concentración de la actividad productiva en grandes ciudades. Está por ver que la disrupción digital pueda romper esta tendencia, si es que no la acelera aún más. Cuarto, las comunidades autónomas y los ayuntamientos tienen competencias fiscales, regulatorias y administrativas con las pueden incentivar el emprendimiento y atraer inversiones, capital humano y empresas, con las que aumentar las disparidades territoriales.

Entender bien las causas de estas diferencias regionales y de por qué el proceso de convergencia se ha detenido es una condición previa necesaria para identificar los problemas a corregir y para acertar con las medidas con las que conseguirlo. No hay que olvidar que para aumentar el bienestar social es más importante garantizar la igualdad de oportunidades entre regiones y dentro de cada una de ellas, que la convergencia en resultados a cualquier precio.