Las noticias de los negocios del Rey emérito fueron tachadas de «inquietantes y perturbadoras» en la rueda de prensa del 8 de julio por el presidente Sánchez, quien endosaba a la Casa del Rey la toma de distancia. A partir de ahí, otros miembros del Gobierno, sector PSOE, urgieron la adopción de medidas dando a entender la necesidad de que don Juan Carlos dejara de residir en Zarzuela, mientras el vicepresidente segundo, Pablo Manuel Iglesias, y las podemitas afines asimilables propugnaban en corto y por derecho abolir la Monarquía como forma política del Estado que proclama el artículo 1.3 de la Constitución.

El sector socialista del Gobierno ponderaba el comportamiento ejemplar de don Felipe, confiando en que adoptara las decisiones convenientes. Así llegó la negociación a dos bandas, cuyos últimos flecos cerraban el rey don Felipe y el presidente Sánchez en su conversación de San Millán de la Cogolla, el 31 de julio, cuando la Conferencia de Presidentes Autonómicos. Se acordó el traslado fuera de España de don Juan Carlos que se hizo público el 3 de agosto. Que se presentara como iniciativa personalísima del interesado, pretendía evitarle humillación alguna y hacerla derivar del propósito de ahorrar dificultades a su hijo y de preservar la institución.

Pero el traslado del 3 de agosto dejaba sin despejar dos incógnitas mayores, las referentes al lugar de destino y al plazo de la ausencia. Como nada excita más la curiosidad de constelación mediática que la percepción de que algo quiere sustraerse al conocimiento público, todos los focos se centraron en descubrirlo y cuando catorce días después el 17 de agosto un escueto comunicado de la Casa del Rey situaba a don Juan Carlos en Abu Dabi desde su salida de España el 3 de agosto, su valor noticioso era nulo porque sólo ratificaba algo que ya era de conocimiento general.

La confusión de las señales emitidas desde el Gobierno resultaba de que el presidente Sánchez aceptaba, impasible el ademán, la libre discusión sobre la forma política del Estado»

Cuestión distinta es, como ha escrito Tomás de la Quadra-Salcedo en su columna La tentación nihilista, la improcedencia de dejar en solitario al rey actual Felipe VI para que maneje la distancia social con su padre «porque no es admisible, ni el pueblo entendería, que en una democracia se coloque al rey, que también es hijo, en el trágico dilema de tener que hacer como rey lo que como hijo tal vez a todos costaría un sufrimiento comprometiendo, además, su imparcialidad y neutralidad».

La confusión de las señales emitidas desde el Gobierno resultaba de que el presidente Sánchez aceptaba, impasible el ademán, la libre discusión sobre la forma política del Estado, incluso la suscitada por elementos integrantes del Gabinete ministerial. De forma que muchos entendieron abierta la veda para su abolición, ya fuera movidos por las propias convicciones o por la esperanza de que la humareda inherente borraría el rastro de los asuntos por los que comparecen ahora ante los tribunales, donde prueban de su propia medicina cuando pasan de querellantes a querellados.

José María Ridao escribe en la Razón institucional frente a la marea mediática que «las irregularidades presuntamente cometidas por el rey emérito no obligan a pronunciarse sobre la monarquía o la república, sino a admitir o rechazar la Constitución como medio para resolver el problema. Entiende que aducir las noticias sobre negocios del rey emérito para suspender por vías de hecho el sistema político y, desde ese vacío, poner en pie una república requeriría partir del orden constitucional y aplicar los procedimientos establecidos para la reforma, «salvo que se proponga un excitante rodeo a través del caos».

Corregir la imagen disolvente del rompan filas y ¡sálvese quien pueda!, ha obligado a Pedro Sánchez a dirigirse a los militantes socialistas por carta el 6 de agosto para reiterar su fe en las instituciones del país; reclamar como propio del partido el pacto de 1978; afirmar que «la Constitución no fue una cesión ni una concesión«; señalar que el peor error sería «regalar a los conservadores la exclusividad del legado constitucional»; considerar que es un orgullo del partido haber sido «arquitecto de una Constitución que propició una de las 20 mejores democracias del mundo y dejó atrás una dictadura cruel e indigna».

Carece de fundamento acusar a Sánchez, como hacen algunos puristas de las esencias del PSOE, de haber abandonado la ambigüedad republicana que estiman consustancial al socialismo».

A su entender «la monarquía parlamentaria es un elemento de ese pacto Constitucional que no se puede trocear y seleccionar a capricho«. De ahí que concluya: «Somos leales a la Constitución; a toda, de principio a fin. Y la defenderemos a las duras y a las maduras». Para Sánchez nadie puede sustraerse a la transparencia de los medios informativos, ni a la acción de los tribunales. Por eso sostiene que todo responsable público debe rendir cuentas de su conducta y que así sucederá sin excepciones pero que una conducta irregular compromete a su responsable, no a la institución, porque «no se juzga a las instituciones, se juzga a las personas».

Carece de fundamento acusar a Sánchez, como hacen algunos puristas de las esencias del PSOE, de haber abandonado la ambigüedad republicana que estiman consustancial al socialismo. Porque tampoco en su momento hubo ambigüedad ni reserva alguna socialista sobre la definición política del Estado como «Monarquía parlamentaria». Pedro Sánchez intenta salvar su autoridad, pero sin confrontación con los agentes de la intemperie, donde todas las fuerzas políticas que lograron el voto de censura, hicieron posible la investidura de su segundo gobierno y le sostienen ahora en el Parlamento, siguen tan campantes su labor de erosión para dejarla inservible y abolirla, una vez que el cambio ambiental haga inviable su continuidad o el desaliento lleve a su extinción por incomparecencia de sus titulares.

Entonces, brillaría el gran momento con multitudes y balcón y en España empezaría a amanecer una floración de repúblicas adjetivadas. Sobrevendría la balcanización de la península ibérica que presagian los portavoces de los grupos parlamentarios cuando cierran sus intervenciones con el ¡vivan las repúblicas! Y el pueblo, todo contento de ver tanta maravilla, como dice el poema de Felipe Mellizo.

 

MIGUEL ANGEL AGUILAR