Sánchez Albornoz, presidente de la II República en el exilio y ministro, pero, sobre todo, historiador y maestro de historiadores, profundizó, como nadie, en el medievo español y conocía más que cualquier otro la importancia que tuvo la Reconquista tras ocho siglos de sufrimientos para devolver las tierras de España a sus primitivos poseedores.

Tuvo una intensa polémica con Américo Castro sobre el origen de España, reflejada, sobre todo, en su principal obra “España, un enigma histórico”.

Américo Castro afirmaba que España surgió como resultado de la hibridación de musulmanes, judíos y cristianos, tras ocho siglos de ocupación islámica, y D. Claudio replicaba diciendo que España preexistía y era el fruto de la romanización, de la influencia visigótica y de la Reconquista, tras el largo paréntesis musulmán. La diferencia entre Américo Castro y Sánchez Albornoz es que mientras el primero formulaba un esquema ideológico, más especulativo que científico, el segundo demostraba desde las fuentes históricas con planteamientos afianzados en una rigurosa cantera de elementos históricos comprobables desde el plano de la ciencia histórica, que España preexistía con anterioridad a la invasión musulmana y era el fruto de la convergencia del legado grecorromano y de la visión antropocéntrica judeocristiana. En definitiva, que nuestra civilización occidental, acuñada por el poso del Imperio Romano, de la llegada goda a la Península y de la cristianización, fue perfeccionada por el periodo renacentista y por el de las Luces de la Ilustración francesa, junto a la impresionante influencia de la Era de la Razón cartesiana y kantiana, de la cultura democrática, y de los nuevos aires que preservan los derechos de los indivíduos, garantizados en las cartas de derechos humanos. A este planteamiento de Sánchez Albornoz hay que añadir la importancia constitutiva de eso que llamamos civilización occidental que tiene valores esenciales que sobreponen esos derechos sobre las ideas totalizantes que supeditan los derechos de las personas al colectivo. La expresión más representativa de esta cosmovisión ha sido el siglo XX con sus totalitarismos de izquierda o de derecha y sus sucedáneos actuales, incluidos los secesionismos excluyentes de signo nacionalista y el control y dominio del conjunto social por grupos de poder que imponen su ley, y abominan el Estado de Derecho.

Cuando Zapatero inauguró y abonó el nuevo periodo que le ha sucedido, sustituyendo la ideología socialdemócrata con un abanico de nuevas fórmulas revestidas de recetas pseudoideológicas, como su totem nuclear del Pacto de Civilizaciones, desconocía que una cuestión es el concepto de civilización y otro el de culturas, y que civilización solamente hay una que es la occidental. Si observamos la semántica del término que significa un estadio evolutivo de la sociedad que se diferencia de grupos humanos retardados en ese proceso de maduración antropocéntrica, que no son civilización sino culturas teocráticas, constatamos la empanada mental del que fue presidente por accidente.

Cuando Zapatero hablaba del diálogo de civilizaciones, en su matriz conceptual, quería referirse probablemente –ni él lo sabía con toda seguridad- al interculturalismo, es decir a la hibridación de diferentes etnoculturas, a la intercomunicación e interrelación de esas culturas, objetivo deseable y conveniente, pero nada realista; pues, como todo el mundo sabe, las sociedades teocráticas en nada pueden converger con las democráticas, por su propia naturaleza. Las colectividades musulmanas en toda Europa viven de forma endogámica, de espaldas a las sociedades que les han acogido, parasitándolas, aprovechándose de su generosidad en ayudas sociales, servicios y sistemas de protección social, sin ningún interés en tener una correspondencia agradecida; aportando su esfuerzo al desarrollo de esas sociedades; sino, por el contrario, provocan problemas diversos, como el tráfico de estupefacientes, el malestar de las sociedades de acogida, etc, por no hablar del terrorismo islámico, tan de actualidad. Esto no implica que haya grupos humanos en esas sociedades islámicas que repudien ciertos comportamientos que atacan de forma directa nuestra forma de sentir, de vivir y de pensar como sociedades libres de naturaleza laica, pero en su mayor parte suponen un lastre irremediable para el progreso y desarrollo de nuestra sociedad occidental, y lo que es más grave, un riesgo para su propia pervivencia. No hay más que ver la pasividad a la hora de denunciar de forma unificada y organizada esos actos terroristas por parte del mundo islámico, y la financiación de países exportadores de petróleo de ese terrorismo internacional. Eso ya lo advertía en los años setenta Don Claudio Sánchez Albornoz, nada sospechoso de ser franquista y mucho menos “facha” tal como lo entienden los populistas a día de hoy.

Por tanto, hemos de considerar al islamismo como problema, tanto desde el ángulo histórico para nuestras sociedades occidentales como para España como antiguo Al Andalus pretendido por el islamismo llamado radical. Hay que considerar que actos terroristas como el de Barcelona, tanto por su potencial destructivo como por el resultado final de su acción criminal, con decenas de heridos y asesinados, son acciones genocidas en potencia y en acto.

No obstante, lo irritante no es solamente el asesinato múltiple y su planteamiento intencional sino la actitud del nacionalismo imperante en Cataluña, que prima su idea secesionista a su obligación preventiva y de colaboración con otras policías. Es paradógico que mientras que en la esfera internacional hay una coordinación de todas las fuerzas policiales para combatir al terrorismo, en el propio seno de nuestro país no solo haya ausencia de toda colaboración, como ha quedado demostrado y patente, sino obstrucción a la labor de cuerpos y fuerzas policiales, como la Guardia Civil y la Policía Nacional -tal como representantes de esas policías han denunciado-. Si desde los primeros indicios hubiera habido una colaboración y gestión unificada de todos esos cuerpos policiales probablemente se hubiera prevenido el atentado. Si la alcaldesa de Barcelona hubiera atendido las recomendaciones del Ministerio de Interior, posiblemente hoy no hablaríamos del atentado de las Ramblas. No se puede saber, pero es evidente que ha habido una negligencia y mala fe insoportable e inadmisible, en un contexto en el que ya se anunciaba la posibilidad de que grupos salafistas atentaran en la capital condal, cuando se anunciaba la pretensión de estos de derribar el edificio de la Sagrada Familia. No hay más que comprobar el cúmulo de bombonas de gas -más de un centenar- y la explosión accidentalmente producida en el chalet donde se urdían los preparativos, con la presunta implicación de un imán. Lo más curioso de este tenebroso asunto es que una juez advirtió a la policía catalana de que había serios indicios de preparación de atentado terrorista, sin que estos lo tomaran en consideración, lo cual es de la suficiente gravedad como para exigir responsabilidades, incluso penales.

El problema de fondo ha sido la trayectoria de los nacionalistas, sobre todo en Cataluña, pero también en otra comunidad que no quiero nombrar, para la atracción de la inmigración musulmana. Y la pregunta es por qué tanto interés en ello. La respuesta solamente se puede dar a partir de una suposición lógica: tanto la izquierda como los nacionalistas tienen una línea decreciente en el apoyo e del electorado autóctono, y han necesitado crear bolsas de potenciales electores cautivos y subvencionados con nutridas ayudas, haciendo ejército de estómagos agradecidos al servicio de quienes les dan de comer. Eso solamente puede llevarnos a pensar que lo que se ha pretendido es la modificación de ese espacio electoral para conservar una hegemonía en progresivo descenso. Esos colectivos, que no tienen ni arraigo ni sentimientos patrios, no solamente devuelven el favor a quienes les dan el dinero de los contribuyentes de forma incondicional sino que en su fuero interno quisieran a España despedazada para conquistarla de la forma más rápida y sin respuesta eficaz. Ocurrió en el año 711, con pasmosa similitud. La historia se repite con pavoroso paralelismo.

Por todo ello se necesitan:

– Un mando único policial en el contexto del conjunto de la nación española que evite la dispersión de actuaciones en la lucha contra el terrorismo, tal como ha sucedido en Cataluña. El Gobierno de España es culpable por pasividad e indiferencia. Su inutilidad raya con la negligencia culpable.

– La centralización de las políticas de seguridad nacional.

– Un gobierno que gobierne, y que no deje pudrir los problemas. Rajoy es parte del problema, pues de los terroristas cabe esperar cualquier cosa. Todos sabemos lo que pretenden los nacionalistas y lo poco que les importan las personas; pero el Gobierno ha jurado cumplir y hacer cumplir la Constitución, y el no hacerlo es sedición. Es otro nivel de culpabilidad que el de los nacionalistas; por razón de omisión en el cumplimiento de obligaciones.

Llega el momento de plantearse el problema nacional que tenemos con esta clase política ineficiente, insolvente y veleidosa; frívola hasta la desesperación.

FUENTE: Ernesto Ladrón De Guevara, LA TRIBUNA DEL PAÍS VASCO