Si hay algo que todos deberíamos aprender de este año maldito es que el aplazamiento o la negación de un problema no evita su transformación en conflicto. La crisis de Cataluña representa el fracaso del pensamiento ilusorio: todo lo que el Gobierno sostenía, acaso hasta creía, que no iba a ocurrir ha ocurrido. Durante demasiado tiempo, el Estado ha justificado su incomparecencia en un cierto desdén por la temeridad del nacionalismo, que sin embargo ha cumplido punto por punto su programa íntegro. Toda la hoja de ruta secesionista fue anunciada por escrito. Las leyes de desconexión, el referéndum ilegal, la declaración de independencia; todo estaba advertido. Y todo fue ignorado, subestimado, puesto en entredicho hasta que se hizo tarde para entender que la revuelta iba en serio por mucho que pareciese un desvarío. Lo era, en efecto, pero un desvarío real, perseverante, granítico. Y ahí sigue, incluso después del artículo 155, encastillado en su fe casi religiosa, refutando sin respiro cualquier demostración oficial de optimismo.

En 2017, España tiró nueve meses al vacío. Incluso ya en plena insurrección, el Estado tardó siete semanas más en aceptar la importancia del desafío, que sólo el Rey fue capaz de atisbar en su verdadera dimensión de asalto a las bases de la convivencia nacional, de embate subversivo ante el que no valía más opción que la cerrada defensa del constitucionalismo. Ese tiempo perdido ha resultado letal porque ha mermado los reflejos de autoprotección del sistema y ha condicionado la insuficiente respuesta al desafío. Las elecciones de diciembre muestran hasta qué punto se improvisó, sin convicción y sin estrategia, una solución de compromiso que se ha revelado un remedio fallido.

Y ello ha sido así porque la cuestión de fondo sigue desenfocada: el independentismo no es un problema de Cataluña sino de España y lo tiene que resolver la sociedad española, que es a la que corresponden las decisiones soberanas. Es la nación entera la que debe decidir cómo afronta el cuestionamiento de su concordia democrática, puesta en solfa por un ejercicio insólito de deslealtad que invalida cualquier apuesta de confianza. Y ya no es posible fingir normalidad ni esperar el regreso a la razón de unas instituciones catalanas que en cuanto recobren la capacidad de autogobierno pondrán en marcha el procés 3.0., la nueva fase de construcción de la distopía identitaria.

No cabe engañarse: esta legislatura ha reventado. El conflicto separatista la aboca al colapso porque no hay modo de gestionar un país cuya estabilidad esencial, la del pacto de entendimiento cívico entre sus habitantes, está en precario. El conflicto catalán no es un simple contratiempo político; se trata de una fractura sin reparar que va a seguir causando estragos. Y va a necesitar una cirugía de más riesgo y complejidad que la tímida laparoscopia practicada este año.

 

                                                                                                                     FUENTE: IGNACIO CAMACHO, ABC