VALÈNCIA. La cuna es –en su quinta acepción– uno de esos hechos materiales que determinan nuestras vidas antes de que pintemos nada. La cuna en la que yo nací se construyó con las estrechuras del pequeño comercio. No fue la más afectada por la globalización ni el neoliberalismo, porque ya de origen tenía una oferta singular para una demanda todavía suficiente. Sin embargo, me sirvió para desarrollar una sensibilidad por las otras hijas e hijos del pequeño comercio. Una especie de admiración por esas familias y por la valentía quijotesca con la que tan fácilmente puedo empatizar vivido lo vivido en casa.

Ese grado de empatía, esa sensibilidad me hace recordar cuál ha sido la posición de algunos partidos en el pasado más reciente con respecto a la liberalización de horarios comerciales. O, más que su posición, su acción. Dónde estaban los ahora defensores del pequeño comercio cuando las grandes superficies han admitido el dumping con tal de aniquilar cualquier reducto bárbaro del comercio en barrios, pequeñas ciudades y pueblos. Dónde estaban los directos de televisión y las verdades a medias para defender a una masa de votantes que, sobreentiendo, creían mucho menos interesante que aquella dispuesta a «limpiar las calles». Aquella capaz de creer que sus problemas no se sitúan en la competencia desleal y legal de multinacionales, sino en los manteros.

Les diré dónde estaban esos representantes: hace dos meses, Primark abrió en el centro de València. La aparentemente inocua creación de puestos de trabajo y sus obras, que han durado más de tres años, se celebraron con boato y beneplácito oficial (incluidos representantes del Ayuntamiento de la ciudad). El origen del producto, la fiscalidad de la empresa y su huella económica, inmaculadas. Resulta que el problema del pequeño comercio es otro y no lo hemos querido ver. Menos mal que ha llegado Ciudadanos para desplegar sus barricadas tuiteras y exigir «orden y seguridad» ante las «#CallesOkupadas». Pero me explico:

Ciudadanos ha decidido que este verano, en una especie de globo sonda gratuito del que también participa el nuevo presidente del Partido Popular, Pablo Casado, van a probar qué tal resulta en las próximas encuestas eso de la aporofobia. Después de los paseos a pie de valla fronteriza (mire usted por dónde, en aquellos lugares donde el Gobierno Rajoy ha recortado 1.790 agentes de la Guardia Civil desde 2012, pero esto no ha debido influir porque los problemas son otros….), han decidido poner el foco sobre los manteros –de Madrid y de Barcelona, si uno ve los informativos de la TDT puede llegar a olvidar si existe país más allá de estas dos ciudades– y, entre la ingenuidad y la consciencia plena, dejar que los minutos de televisión y radio enfoquen a estas personas como el origen de un problema comercial y social.

Fíjense que, en esa estudiada equidistancia que va entre la ingenuidad y la consciencia plena de la que les hablaba, los representantes de Ciudadanos no se han ido a los polígonos donde estos manteros se surten. Tampoco a las naves intermedias en la periferia donde otros cargan (basta con seguirles o ver la televisión). No, allí no. No han querido excluir a estas personas del debate, voluntariamente, y han sugerido que en realidad el problema no sucede en las calles de las grandes ciudades, sino que se evidencia en estas. Que no es en la «molesta» ocupación de la vía pública donde se juegan los réditos de la aporofobia, sino en las grandes vías y estaciones de metro más concurridas.

Tenían la oportunidad. Podían haber apuntado hacia el lugar exacto donde surge un problema que, ojo, las grandes ciudades no han sabido atajar. Ese es el verdadero conflicto, más allá del juguete irresponsable de enfocar a los manteros. La invisibilidad de las personas pobres también tiene su propio equilibrio de injusticia en las ciudades gobernadas por partidos de izquierda (o centro izquierda). Ha habido intentos felices, como el caso de Ada Colau en el Ayuntamiento de Barcelona donde promocionó una cooperativa de estos trabajadores irregulares. El mismo plato de Ciudadanos, pero con distintos ingredientes: hablemos del último eslabón de la cadena mientras el problema sigue intacto en origen.

La honestidad y la falta de voluntad política acaba por evidenciarse en las fuerzas de seguridad públicas, conscientes del ridículo democrático que supone –desde tiempo inmemorial– pasear para que los manteros recojan a sabiendas de que volverán a instalarse en el mismo lugar 5 minutos más tarde. Este es otro origen del problema, de ese enfoque limitante que supone desde hace muchos años que toda la respuesta institucional a estas personas sea mirar hacia otro lado. Una reacción que es tanto como decir que, en realidad, lo que sí se permite es la funcionalidad de las mafias que hay detrás del negocio (y es en la palabra mafia donde Ciudadanos descarga el discurso, pero fotografiando a los manteros y fijándolos ante la sociedad como el nuevo gran enemigo del pequeño comercio).

Ni es nuevo ni es el enemigo, pero la altitud de miras en la política española es la que es. Y es tan baja e impropia que, sin que haya un nicho electoral suficiente (VOX fue la décimo tercera fuerza política de las últimas Generales; 46.781, el 0,1% de la población española), el influjo de Le Pen (solo superada en la derrota por su padre) o de Salvini (capaz de cuestionarle la escolta a un ciudadano sentenciado por la mafia) son suficientemente mediáticos como para manosearlos. Como para probar, con el aborregamiento alimenticio de una tonelada de medios de comunicación dispuestos, hasta dónde sirve la manipulación de un problema siempre aplazado a la espera de representantes más capaces: qué hacemos con la inmigración. Desde aquí y desde Europa.

Pero antes de acabar, no me olvido de las personas que ahora están bajo el foco. Que, pese a la vida que ya tienen, ahora resulta que cuentan con el desprecio público extra que ofrece la gratuidad estimulada de aquellos que nacimos antes de que pintásemos nada en una cuna más adecuada. La mayoría de estos manteros provienen de países con los que España no posee acuerdos bilaterales para una repatriación en condiciones humanitarias (si fuera el caso). Abocados a la irregularización, apatridas de por vida en muchos casos, la legislación actual para con su situación, la impulsada por el Gobierno de Rajoy, les provee un callejón sin salida: cada una de las denuncias supone cargos. Si es que algún día logran salir de la calle, su curriculum se compone de cargos delictivos.

Estaría bien que nos planteásemos desde la individualidad si este cúmulo de despropósitos es propio de un país –y de una unión transnacional– que se cree avanzado. No les asistimos si se lanzan al Mediterráneo (el Aquarius y Open Arms no son dotaciones públicas europeas, son ONGs), no les acogemos en todos los casos, si tratan de sobrevivir en la calle a través del comercio, no perseguimos a las mafias que les explotan y, como consecuencia, les irregularizamos de por vida (con cargos) para acabar ahora señalándoles públicamente como responsables de nuestros problemas económicos. Estaría bien que nos planteásemos desde la individualidad si esto es lo que queremos ser y hasta qué punto nosotros también sumamos a estos vergonzosos tiempos de aporofobia.

 
 
 
 
FUENTE: VALENCIAPLAZA