Vivimos en un mundo en el que liturgias obsoletas coexisten con nuevas expresiones que todavía no sabemos bien cómo manejar. Se acabaron los coches con altavoces reclamando el voto por la ciudad, pero mantenemos la pegada de carteles y los escenarios mitineros. Los partidos alquilan farolas, envían sobres con papeletas y diseñan decorados de cartón en la era de la demoscopia 4.0. El estudio de “las opiniones, aficiones y comportamientos humanos mediante sondeos de opinión”, según la RAE, ha sido elevado a otra dimensión.

La inteligencia artificial que permite análisis masivos de datos ha empujado a la prospectiva electoral a un nivel que casi no parece real. Se multiplican las encuestas y las estimaciones realizadas a su vez con los promedios de las mismas. En el último mes, he contado más de 20, casi tenemos una encuesta por día. A esto debemos de añadir además los datos que sobre nosotros arrojan las redes. Nuestros “me gusta” y nuestras reacciones se convierten en materia prima que permite después crear un algoritmo que calcula algo, por ejemplo una percepción, una ligera preferencia o un rechazo. Son fórmulas complejas que necesitan expresiones visuales sencillas, como los gráficos interactivos que se mueven ante nuestros ojos sin que ejecutemos ninguna acción. Líneas de colores que se desplazan en horizontal, o diminutos puntos que se concentran y se dispersan en un eje de coordenadas formando hermosas nubes variables, como una bandada multicolor de estorninos volando en el cielo. La información sobre nuestra intención de voto se cruza con otra que proporciona nuestra residencia para crear unos mapas extremadamente detallados, zoom in/zoom out, como pasar del globo terráqueo al tejado de tu casa en Google Maps. Consulte qué vota su vecino era la invitación a navegar por el distrito censal en la portada de EL PAÍS.

Resulta paradójico que el esplendor de los sondeos de opinión y sus análisis coincida con una clara disminución de su capacidad predictiva

La disponibilidad de datos, los avances de la técnica y la sofisticación de los modelos matemáticos nos abre un sinfín de posibilidades para entender la realidad en su globalidad y a la vez con todo su detalle. Las ciencias sociales amplían su horizonte analítico a límites insospechados hace no tanto tiempo. Podemos contestar empíricamente preguntas que antes solamente alcanzábamos a formular. ¿Qué provoca el descontento? ¿Quién vota a los partidos que ponen en jaque a la democracia? ¿Quién no acude a votar?, ¿por qué? ¿Qué mensajes son recibidos y cuáles no?, ¿Cómo impacta la pobreza en el ejercicio del derecho al voto? ¿Cómo se manifiesta políticamente la segregación urbana? El poder de los datos confiere un enorme potencial para entender las aspiraciones legítimas de una sociedad, las causas de esta multiplicidad de brechas que nos separa y enfrenta pueden convertirse en una herramienta que nos ayude a vislumbrar un camino compartido. Sí, pero desafortunadamente también puede ponerse al servicio de todo lo contrario.

La demoscopia 4.0 nos revela una realidad que necesita ser interpretada en su justa medida y es preciso entender para qué fin, pero la competencia entre partidos o entre bloques fuerza la maquinaria en una dirección que poco parece tener que ver con el interés general. Con la asesoría adecuada, los líderes se convierten en perfectos estrategas de la táctica, del movimiento preciso, del disparo milimétrico. Ensayan con el léxico y la gestualidad y comprueban los resultados. Es evidente que no todos entran en el mismo juego ni con la misma intensidad, pero la contienda electoral genera un hábitat especialmente proclive para el cuerpo a cuerpo.

Así las cosas, nuestra única baza es refugiarnos en la indecisión. Del más del 40% de los encuestados en el último barómetro del CIS que declararon no saber a quién votar el próximo 28 de abril, no sabemos cuántos están genuinamente indecisos y a la expectativa por tanto de la oferta electoral y cuántos no están por la labor de revelar su preferencia por miedo a que se sepa tanto, a que se pueda manipular tanto. Resulta paradójico que el esplendor de los sondeos de opinión y sus análisis coincida con una clara disminución de su capacidad predictiva. Crecen los índices de volatilidad electoral, del verbo volar, como los estorninos. Como electores, cada vez somos más erráticos en nuestro comportamiento y por tanto más difícil resulta identificar la pauta, la lógica detrás de una decisión, dentro de unos márgenes aceptables de error.

En su reciente libro Los mercaderes de la verdad, la exdirectora ejecutiva de The New York Times Jill Abramson hace sonar la alarma sobre los efectos perversos de la revolución tecnológica sobre el periodismo. Inicia, de manera hiriente para muchos, un necesario debate sobre los límites éticos de la industria publicitaria. Los dilemas que plantea Abramson corresponden al problema cada vez más estructural de la relación entre información y poder. Si todo este conocimiento acumulado y preciso solo sirve para saber en qué calles sale más a cuenta colgar el cartel, mucho mejor sería dejar a las farolas en paz.

 

 

FUENTE: ELPAIS