El 9 de diciembre de 1931 se aprobó la Constitución del la II República española, laica y democrática. También en esta fecha, pero en 1905, aprobó Francia su pionera ley de separación de Estado e Iglesia. Por eso colectivos ciudadanos en nuestro país, como Europa Laica, celebran en esta fecha los valores laicos. Hablar hoy de laicidad sigue siendo hablar de modernidad y de progreso. Lo era cuando se gestó la Ilustración, con la defensa de la tolerancia frente al fanatismo que planteó Voltaire, lo fue en el proyecto emancipador y democrático de la II República española, y lo ha sido con el estado aconfesional de la Constitución del 78, que, con sus limitaciones, permitió salir del nacionalcatolicismo opresor de la dictadura. Quedan sin embargo tareas pendientes, esperemos que por poco tiempo, como la revisión del Concordato con el Vaticano, la cuestión de los bienes inmatriculados por la Iglesia Católica, o el adoctrinamiento religioso en los centros educativos públicos.

Reivindicar hoy la laicidad es totalmente necesario. Nos lo demuestra con rotundidad el reciente ataque del cardenal Cañizares al pacto por un gobierno de progreso de PSOE y UP, que califica de «grave emergencia para España». Con esto, el purpurado fuerza las cosas para hacer realidad de forma descarnada la afirmación de Gramsci de que la religión es ideología, y por tanto, política. La exigencia de laicidad, en este caso, no es sólo necesidad de no intromisión de las religiones en la esfera política, sino que se convierte en requisito para la libertad también de las personas creyentes: cualquier persona cristiana que se sienta vinculada no ya a ideas progresistas sino a unos valores y cultura democrática, tiene derecho a no estar bajo el control de estructuras de poder político ultraconservador y ultraderechista. Por lo visto, para Cañizares es emergencia el pacto entre fuerzas democráticas, pero no el terrorismo machista o el discurso de odio contra niños migrantes, y las bombas y metralla que la ultraderecha tiene listas para ellos.

LAICIDAD TAMPOCO SUPONE OPOSICIÓN SISTEMÁTICA A TODO FENÓMENO DE ORIGEN RELIGIOSO EN EL ENTORNO PÚBLICO

La laicidad, tal y como entendemos los socialistas, es la neutralidad del Estado respecto a las diferentes confesiones religiosas u opciones de conciencia. No debe suponer una posición pasiva, sino una línea activa en la construcción de un entorno de libertades e igualdad para todos, fundamentado en una ética y moral autónomas de las visiones dogmáticas de la religión y ligadas a valores comunes de ciudadanía democrática. Es en los valores de los Derechos Humanos y de la Ilustración, donde se gesta este lugar común de libertades e igualdad que hace crecer y desarrollar, en respeto y armonía, proyectos y concepciones de vida. Por ejemplo, los reglamentos de ceremonias civiles para todo rito de paso en la vida de las personas (que han aprobado alguno ayuntamientos como el de Riba-Roja de Túria) pueden ser sentidos como propios por cualquier persona, tanto no creyente, como creyente, pues no excluyen ni son contrarios a los ritos religiosos sino que su ámbito es el de la cultura democrática y cívica.

Laicidad tampoco supone oposición sistemática a todo fenómeno de origen religioso en el entorno público. Éstos son muchas veces muestras de la cultura popular tradicional, y al fin y al cabo son manifestación pública de la libertad de conciencia y de culto de cierto sector de la población. Aunque suelen ser comunes las polémicas por la presencia de cargos públicos (sobre todo municipales) en procesiones o festejos religiosos, habría que tener en cuenta que al fin y al cabo no es extraño ni nocivo estos acompañen a la sociedad y ciudadanía a la que representan, en eventos que son también ámbitos de socialización, de construcción y manifestación de vínculos de una comunidad. Pero esto debe saber combinarse con el principio laico de neutralidad del Estado, y no siempre es fácil; es importante ser muy cuidadosos en cómo se tratan al respecto los símbolos oficiales o desde qué actitudes o posición se participa o se interviene.

Más allá de estas cuestiones hay una tarea fundamental para la defensa de la laicidad, que es la lucha por el pensamiento crítico y científico. Nuevamente volvemos a los valores ilustrados, a la Razón en mayúsculas. El pensamiento y cultura científica son garantía de libertades, combustible para la democracia, antídoto frente a fundamentalismos y fanatismos. Tenemos delante toda una serie de fenómenos preocupantes, tanto nuevas supersticiones anticientíficas como el movimiento antivacunas entre otras magufadas, el creacionismo en ciertos países, los racismos y el negacionismo del cambio climático de la mano de la ultraderecha a un lado y otro del Atlántico, y la reemergencia o permanencia de funtamentalismos terroristas, como islamistas o neonazis. Ante todo nuevo y viejo oscurantismo, opongamos democracia, laicidad, modernidad, siempre de la mano de la Razón.