El 13 de febrero de 2020, el coronavirus dejó su primera víctima en España: moría en Valencia un hombre de 69 años que había viajado a Nepal. «Neumonía grave de origen desconocido», rezó el primer rastro forense. Ni los médicos ni el Gobierno supieron hasta el 3 de marzo que la Covid-19 se había cobrado aquella vida.

Ni unos ni otros imaginaron que, sólo unas semanas después, Moncloa decretaría el estado de alarma y un confinamiento insólito de los ciudadanos. España estaba a punto de convertirse en un país que no puede siquiera velar a sus muertos.

En ese intervalo anida la serie de catastróficas desdichas -políticas y ciudadanas- que convirtió este país, junto a Italia, en el epicentro de la pandemia. La ONU, justo cuando nuestros fallecidos rebasan la barrera psicológica de los 10.000, califica el desastre como «la mayor crisis conocida desde la Segunda Guerra Mundial».

Pero, ¿qué tiene España de particular? ¿Por qué Alemania o Francia han logrado mostrar una mayor armadura frente a la enfermedad? La economía nacional se ha echado a «hibernar» por fuerza mayor y el Gobierno ya hace pedagogía para explicar que los nubarrones están a punto de descargar otro crac.

Marzo se acaba de labrar un hueco en el calendario negro que construirán los historiadores del siglo XXI. El Palacio de Hielo de Madrid es una gran morgue y los crematorios de la capital se han colapsado.

Las cifras oficiales esconden una realidad aterradora que ya no escapa a ningún ciudadano. Esos números sólo incluyen a quienes se hacen una prueba diagnóstica vedada a la inmensa mayoría de españoles. Un dirigente del Gobierno de Madrid, en charla con este periódico, habla de «todos esos que mueren en sus casas sin haber sido diagnosticados». Varios presidentes autonómicos, fuera de micro, ya distinguen entre «números reales» y «números irreales».

Particularidades

El 3 de marzo es quizá la fecha más simbólica para forjar el análisis de la cuesta abajo española. Por aquel entonces, el coronavirus ya había matado en Italia a 52 personas y el Centro Europeo de Control y Prevención de Enfermedades aconsejaba «evitar actos multitudinarios».

El Gobierno decidió prohibir los grandes congresos y ordenó la celebración a puerta cerrada de los eventos con público procedente de «zonas de riesgo», pero las «medidas extraordinarias» se quedaron fundamentalmente ahí.

Un día antes del 8-M, Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias, dijo: «Si mi hijo quiere ir a la manifestación, le diré que haga lo que quiera». Una muestra inequívoca de que el Ejecutivo apenas veía unos pocos árboles y desconocía la existencia del bosque.

Circunscribir la imprudencia -exclusivamente- a la celebración de la marcha feminista sería absurdo: aquel fin de semana hubo fútbol en grandes estadios, miles de eventos deportivos, conciertos de alto voltaje, el gran cónclave de Vox y discotecas funcionando a todo trapo. Mientras, a dos horas de avión, en Roma, un país se resquebrajaba. No hubo restricciones en los viajes entre ambos territorios.

 

Un técnico trabaja en un cementerio de Cataluña.

 

Todavía hoy, el Gobierno se escuda en los «expertos» cuando la oposición le achaca «tardanza» e «imprudencia». Pero, ¿ninguno de esos «expertos» que consultaba Pedro Sánchez pronosticó un corto plazo similar al italiano? Aquel fin de semana, el virus campó a sus anchas en un país despreocupado.

No se trata sólo de política. El lunes 9 de marzo, autoridades nacionales, autonómicas y municipales comenzaron a llamar al confinamiento, pero El Retiro, uno de los termómetros del ocio nacional, asomaba como cualquier otro día. También los bares y restaurantes, que no se vaciaron hasta el jueves.

Ahí quedan las palabras desesperadas del alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, que se vio obligado a poner el candado a todos los parques de la ciudad porque nadie asumía lo que, entonces, eran consejos, y no normas.

El viernes 13 de marzo, el presidente del Gobierno anunció el estado de alarma… pero aguardó hasta el sábado para publicar -y anunciar- sus efectos, lo que provocó la huida de miles de vecinos de la ciudad a su segunda residencia.

Empezaba el confinamiento, pero el teletrabajo se presentó con extraña levedad. Cualquiera podía asistir a su oficina si lo deseaba porque lo contrario… también era una recomendación.

Llega el «triaje»

Un importante miembro del Gobierno de la Comunidad de Madrid reconocía el sábado 14 de marzo, en conversación con este periódico, la llegada de un severo triaje: la decisión de salvar o no a un paciente en función de los recursos disponibles.

Fue consecuencia inevitable de la carencia de materiales. De ahí las actuales expediciones, casi a la aventura, del Gobierno central y los Ejecutivos autonómicos a los mercados internacionales.

Julián García Vargas, ministro decano de Sanidad en España, reseñaba en una entrevista con EL ESPAÑOL: «En 2009, el gasto sanitario estaba en el 6,75% del PIB. Ahora, roza el 6%. Ese descenso supuso una grave merma de la inversión, tanto en personal como en tecnología». El recorte en esta partida no tiene un tinte político concreto porque se hizo extensible a Comunidades Autónomas de todo signo.

Pacientes que ni siquiera alcanzan la UCI, enfermos de gravedad sin respirador, residencias de ancianos desprotegidas, profesionales sanitarios fabricándose artesanalmente sus propios medios de protección…

Una médico, una enfermera y una farmacéutica en primera línea de trinchera -prefieren no revelar sus nombres- dibujan el mismo cuadro: «La gran mayoría no podemos acceder con facilidad a la prueba ni siquiera experimentando síntomas».

Resultado: aproximadamente un 14% de los infectados en España… son profesionales sanitarios. Un dato que nos sitúa a la cabeza de los países contagiados.

Endeblez política

Esa fragilidad del sistema saltó a las portadas con la ya famosa compra de los test defectuosos. El Gobierno quitó hierro al asunto y cifró en 9.000 la partida averiada. Luego aumentó a 50.000. Después, y finalmente, a 640.000. Tres datos en menos de veinticuatro horas.

Partido Popular, Vox y Ciudadanos pusieron el grito en el cielo. Todos dieron, en principio, su apoyo al Gobierno. La extrema derecha acaba de retirárselo y pide la dimisión del presidente. Le acusa de «amenazar la vida de los españoles». Azules y naranjas, aunque cada vez más críticos, se mantienen al lado por un «sentido de lealtad».

La gravedad de la crisis también tiene un reflejo directo en la política. España es el país europeo con un mayor número de dirigentes infectados: Carmen Calvo, vicepresidenta; Irene Montero, ministra; Carolina Darias, ministra… Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid; Quim Torra, al frente de Cataluña. En Vox: Santiago Abascal y Ortega Smith. En el PP: Ana Pastor.

El Covid-19 ha cercado Moncloa: también han caído enfermos la mujer del presidente, Begoña Gómez; el jefe de los servicios médicos y un escolta. Ordenado ya el teletrabajo, se celebró un Consejo de Ministros presencial al que acudió el vicepresidente Iglesias, pareja de Irene Montero, que estaba infectada.

Una decisión polémica que no ha desencadenado demasiadas explicaciones. El control parlamentario se halla suspendido en la práctica debido al estado de alarma. Para más inri, el Gobierno, a diferencia de la oposición, no ha habilitado todavía un mecanismo que permita a los periodistas preguntar «en vivo» y sin filtros.

La indignación ciudadana se traduce ya en denuncias ante los juzgados. El CSIF, uno de los sindicatos mayoritarios, quiere sentar en el banquillo al ministro de Sanidad, Salvador Illa, por «homicidio imprudente» debido a la carencia de material sufrida por los profesionales de la salud.

Por otro lado, tal y como ha revelado este diario, 7.000 policías y guardias civiles preparan su denuncia contra el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, por el mismo motivo.

Costuras autonómicas

La principal consecuencia de la puesta en marcha del estado de alarma fue la confección de un «mando único». Una especie de devolución en la práctica de la gestión sanitaria al Gobierno central.

Todos los presidentes autonómicos se avinieron a ella, pero Torra y Urkullu -Cataluña y País Vasco- mostraron su malestar y lo calificaron de «invasión de competencias». Una pataleta que se evaporó en cuanto el virus asoló el país.

La actitud beligerante de Torra, que llegó a mentir en la BBC asegurando que el Gobierno de España impedía el confinamiento de los ciudadanos, contrasta poniéndola  frente al espejo de Andalucía, que ha ofrecido sus UCI libres a otras Comunidades. Cataluña, por cierto, posee una de las menores ratioseuropeas en este punto, aun cuando tiene transferida la competencia desde hace décadas. Cuestión de prioridades presupuestarias.

«Estamos en pelotas. No hay ningún plan más allá de lo que se ve en la tele», contó un presidente autonómico a EL ESPAÑOL al término de la última reunión con Sánchez. Ese «mando único», baqueteado por el habitual funcionamiento autonómico, se ha visto obligado a permitir una especie de «sálvese quién pueda». «Cada uno nos estamos buscando la vida como podemos», desgranan las fuentes consultadas.

La «hibernación» de la economía es la última etapa del desafío coronavírico. Igual que ahora sucede con el enclaustramiento, sus consecuencias podrán palparse en las próximas semanas. Las Comunidades Autónomas ya piden dinero al Gobierno… «a fondo perdido».

 
 

FUENTE: ELESPAÑOL