Conmemorar los 140 años del nacimiento de Manuel Azaña nos incita a releer sus escritos, y nada mejor que fijarnos ahora en lo que comentó sobre Benito Pérez Galdós, cuando estamos conmemorando el centenario de su muerte. Son abundantes las referencias halladas, pero nos detenemos en una que se refiere a la sociedad española de sus respectivos tiempo, todavía vigente en el nuestro, porque las malas costumbres se eternizan en este país siempre perdido en unas vivencias sectarias sin parangón con la civilización europea que debiera serle semejante.

En el séptimo volumen de las Obras completas de Azaña, editadas por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales en 2007, se encuentra un “Cuaderno de notas” fechado en 1929, en el que figura un apartado con el título de “Elementos del teatro de Galdós”, y este comentario en las páginas 579 y siguiente:

“ Esto no es broma: el instinto unitario español se revela: cada cual sabe quién es el mejor novelista, dramaturgo, pintor, etc. Uno ha de ser el primero, y este primero es, naturalmente, uno de los mejores del mundo. Sólo en tauromaquia se admite una monarquía dual; y esto porque son muchos los aficionados, y su número y su práctica les habilita para recibir y comprender la diferencia de escuelas y estilos, y conocer su existencia, aunque la repugnen”.

Parece que la idiosincrasia española es así. O tal vez sea la envidia, ese vicio nacional perpetuo. Consecuencia de ello es que los partidarios de un escritor desprecian a los demás y se dedican a propalar los defectos que ellos ven ampliados en sus obras. También Galdós padeció esta costumbre bárbara: le apodaban “Don Benito el Garbancero”, debido a su facultad para representar en sus novelas a las clases populares madrileñas, adictas al excelente cocido típico de la villa, sobre una base de garbanzos, durante mucho tiempo la comida de las clases proletarias, aunque hoy haya pasado a figurar por derecho propio entre las delicatessen.

Los entusiasmos populares

Es muy probable que el desdén manifestado por algunos de sus compañeros de profesión tuviera su origen parcialmente en el favor demostrado por el elevado número de sus lectores, traducido en un alto número de ejemplares impresos en cada edición. No solamente conocía bien las costumbres e inquietudes de las clases populares, sino que acertaba a describirlas de manera que ellas mismas se convirtieran en sus más fieles lectores, al encontrarse reproducidas en los libros.

Y en este país nuestro al que le gustaba leer a Góngora le ofendía Quevedo, o más cerca en el tiempo, el lector de Alberti denostaba a García Lorca, debido a que trataban temas semejantes con poéticas parecidas, y consideraban que uno menoscababa al otro. Por eso Galdós tuvo detractores feroces entre sus compañeros de profesión, mientras los lectores populares admiraban las descripciones de unos tipos semejantes a ellos, trabajadores, republicanos y contrarios al poder eclesiástico, empeñados en sobrevivir en sus modestas condiciones sociales.

El comentario de Azaña acerca de la dualidad aceptada entre los taurinos en realidad se refiere a la existencia de dos opiniones creadas con relación a dos llamados maestros, por nombre más grosero pero muy certero, matadores, con dos tendencias diferentes. Es conocida la rivalidad entre Juan Belmonte, nacido en 1892, y José Gómez “Joselito”, nacido en 1895, con sus respectivas peñas enfrentadas sobre quién de los dos era el más diestro en eso que ellos denominan exageradamente el arte del toreo.

Los buenos lectores

Así malgasta su tiempo la llamada afición, que parece ser muy elevada. Se contaba en tiempos de ambos “maestros” que algunos aficionados ayunaban días enteros para poder adquirir una buena entrada para ver a su ídolo con traje de luces. El afán por presenciar el espectáculo sobrepasaba a la necesidad física de alimentarse. El gusto era doble: poder aplaudir a su héroe y ver derrotado al contrario. Por eso es muy certero el comentario de Azaña a este respecto:

“Si hubiese en Madrid 13.013 buenos lectores (que son los puestos de la plaza de toros), habría ya una opinión literaria bastante densa, para trabajar sobre ella y gobernarla y guiarla, y formar base a las opiniones, en vez de perderse en los vanos deliquios del esnobismo. […]

Tengo la creencia de que Galdós es en las letras de la España moderna un punto culminante: en él se resumen aspiraciones, trabajos, tanteos de larga progenie”.

La cantidad señala era abusiva debido al adjetivo calificativo de “buenos lectores”. Ese adjetivo sugiere que deben leer buenas obras literarias, y eso es algo reñido con la realidad. Según confirmación de la UNESCO, el escritor español con mayores ventas después de Cervantes, con la desventaja de contar con tres siglos menos de actividad, es una mujer, Corín Tellado, autora de novelas rosas para lectoras muy imaginativas, tanto que creían en la realidad de la ficción; figuró en 1994 en el Libro Guinness de los records por el mismo motivo.

Colega suyo, también con enormes tiradas, fue Marcial Lafuente Estefanía, escritor de novelas ambientadas en el Oeste norteamericano. Los dos eran capaces de escribir una novela cada semana, porque los argumentos seguían un modelo único, al parecer del gusto de sus lectores, y no necesitaban esmerarse en conseguir un estilo literario.

De modo que lectores hay en España, pero no pueden ser calificados de buenos, sino de pésimos, ya que se recrean en la bazofia más ínfima de la escritura. No es culpa suya, sino de la sociedad que prefiere tenerlos idiotizados para que no piensen, tanto hombres como mujeres. Cuanta mayor sea su incultura menor será su interés por plantearse cuestiones sociales, como pueden ser la distribución del trabajo y el salario merecido por realizarlo. Esas pobres mujeres que sueñan con casarse con un millonario, como las protagonistas de las novelas quiosqueras, o esos pobres hombres que se imaginan convertidos en héroes vencedores de cuatreros suman un elevado número de lectores, aunque sería preferible que no leyesen nada.

Así no se promociona la lectura de obras literarias, y se produce un distanciamiento insalvable entre los autores y los lectores. Lo superó Galdós porque siempre estuvo entre el pueblo, visitaba lo barrios bajos de Madrid para estudiar las costumbres y el habla de sus habitantes, y los reproducía con calidad literaria. Su aportación a la novela y al teatro se basa precisamente en haber sabido aunar lo popular con lo culto, haciendo que sus obras fuesen asequibles para el pueblo sin educación, y al mismo tiempo interesasen a los profesores universitarios como tema de estudio.

El realismo en la ficción

Los personajes de Galdós son reales, como conviene a un escritor realista. Sus lectores no piensan en vivir los mismos sucesos que ellos, porque en verdad lo que les acontece a ellos mismos se halla en la misma línea que en la ficción. Probablemente, sus biografías son un poco menos complicadas, porque el autor debía exagerar algunos asuntos para incrementar la intriga. La novelística de Galdós se relaciona con el estilo periodístico Eso es lo que la convierte en tan atractiva para lectores con formación intelectual y sin ella: es lo mismo que sucede con los periódicos, leídos por todos los curiosos por conocer lo que sucede en el mundo. Y de esa fórmula hizo un estilo literario característico.

Eso no les preocupa a los escritores de quiosco, atentos a la manera de obtener un beneficio económico con su pésima literatura, sin sentir escrúpulos por el hecho de contribuir a la perversión del gusto en la sociedad. Por eso no existían entonces en España 13.013 buenos lectores, y ahora tampoco.

Peor en nuestro tiempo, porque a ese espectáculo salvaje del toreo se ha añadido como fenómeno atractivo para las masas en todo el mundo el fútbol, convertido en el opio de nuestra sociedad. A los gobernantes les conviene alentarlo, porque en los estadios y en las plazas de toros se descarga el descontento de los espectadores. Si su torero o su equipo obtiene un triunfo, los partidarios se sienten felices y solamente desean celebrarlo con la organización de su propio espectáculo callejero. En cuanto a los perdedores, sus fieles seguidores se conjuran para jalearlos de forma que no pierdan la confianza en su potencial capacidad para triunfar, y así en la próxima ocasión sobresalgan sobre los demás. Y de esa manera se afianza ese “instinto unitario español” señalado por Azaña.