CRISTINA MONGE

 

Ha pasado ya un año desde que aquel 27 de octubre el Parlament declarara de forma simbólica una república irreal que nunca llegó a ver la luz. Al día siguiente la normalidad era la protagonista en las calles de una Cataluña cuyas instituciones se habían instalado en Matrix de tal forma que aún hoy arrastran a una realidad paralela a propios y extraños.

A un año de aquello proliferan los análisis sobre lo que ha cambiado y lo que permanece inmutable: hay quien pone el énfasis en señalar las contradicciones que el independentismo exhibe, a excepción de lo relacionado con los presos, que no sólo les une entre sí, sino también con un importante sector de la población no independentista, dentro y fuera de Cataluña. Otros enfocan el análisis en la reacción de la democracia española, que ha dejado ver sus debilidades, como argumenta de forma magistral Ignacio Sánchez Cuenca en La confusión nacional. Y unas y otros, mientras nos preguntamos por el desarrollo del juicio a los líderes secesionistas encausados por el Supremo, que promete ser largo e intenso, andamos identificando las repercusiones del conflicto catalán en el conjunto de la política española.

La tensión de hace un año no es la de hoy, pero el conflicto permanece vivo y haremos mal en verlo como parte de la Historia. Según datos del CEO —Centre d’Estudis d’Opinió—, el porcentaje de la población catalana que apuesta por la independencia ha pasado del 41,7% en julio de 2017 al 48,1% en mayo de 2018, aunque la serie histórica muestra oscilaciones. Pero lo que es más significativo: la polarización en función de renta, lengua, origen familiar, elección de medios de comunicación de referencia, nivel cultural e interés por la política, dibuja dos Cataluñas, cada vez más distantes sin apenas puentes entre sí.

Dejemos por un momento de juzgar las intenciones de unos y otras y de pasarlas por el tamiz de nuestras opiniones para ver si coinciden o no con lo que cada cual pensamos -que por supuesto, es lo correcto-, y preguntémonos qué hemos hecho —o qué no hemos hecho— cada cual para que, un año después de haber presenciado la mayor crisis institucional de nuestra democracia reciente, el panorama sea el que contemplamos.

Como suele ser habitual, las primeras culpas irán para los partidos políticos, que obviamente han hecho méritos para ello. Es posible que después dirijamos la mirada hacia los medios de comunicación, y seguro que encontramos buenos argumentos. Tampoco quedarán al margen las empresas, aunque como suele ser habitual desconocemos bastante de sus movimientos -lo cual, paradójicamente, las mantiene protegidas-. Pero pobres de aquellos que con estos pensamientos se vayan a dormir tranquilos pensando que señalando a los chivos expiatorios de costumbre está todo hecho.

En una crisis como la que representa el lío de Cataluña, tanto en su interior como en el resto de España, una sociedad democrática debe asumir la responsabilidad que le corresponde, sabiendo qué puede aportar cada cual para contribuir a solucionar el conflicto, desde la certeza de que nadie por sí solo podrá hacerlo, y de que la Cataluña y la España del futuro se construyen con independentistas y con no independentistas, de todas las partes del territorio. Con esta idea han surgido iniciativas que raras veces protagonizan titulares, pero que empiezan a poner en marcha foros de encuentro y debate entre diferentes. Una de ellas es Pròleg, un foro que nace de la mano de Jordi Amat, Marga Arboix, Laia Bonet, Joan Botella, Victoria Camps, Joan Coscubiela, Jordi Font, Mercedes García-Aran, Gemma Lienas, Pilar Malla, Oriol Nello, Raimon Obiols, Lluís Rabel, Joan Subirats, Marina Subirats y Josep M. Vallés.

En sus documentos se definen como un «espai de diàleg enraonat, obert a tothom que accepta democràticament la discrepància política, però sense convertir-la en barricada per a la divisió social.  Amb consciència de que hi haurà feina a fer durant molt de temps i amb voluntat de col·laborar-hi», y hacen un apunte sobre la discrepancia que bien podría ser la primera lección de cualquier curso de ciudadanía democrática: «La societat democràtica reconeix el discrepant, no el menysprea ni l’ignora. No hi ha societat democràtica viva que no tingui diferències o discrepàncies. Però deixa de ser democràtica quan aquesta discrepància es converteix en desqualificació del discrepant o e la negació de la seva existència. Aquesta deriva perversa és la que voldríem evitar o corregir en la mesura de les nostres capacitats».

Existen otras iniciativas similares, como la puesta en marcha hace un par de días, donde intelectuales catalanes y andaluces se reunieron en Sevilla para tender puentes «con la intención de contribuir a construir una pasarela cultural y política».

Seguro que no falta quien vea en estos foros un acto de buenismo, pero o empezamos a crear espacios de encuentro y debate entre diferentes, o la discrepancia puede devenir en ruptura en menos tiempo del que pensamos. Una tarea que ni partidos políticos ni empresas ni medios de comunicación pueden hacer por sí solos. Quizá sea la hora de reclamar a la sociedad civil que cumpla con su cometido: tejer red.