Este lunes se acabó el noviazgo entre Albert Rivera y Manuel Valls, un noviazgo de conveniencia que no ha sido bendecido por unos buenos resultados electorales y en el que tampoco acompañaba la sintonía personal. En Barcelona, ciudad en la que nació la formación naranja, el partido quedó en cuarta posición y no consiguió ni 100.000 votos. Esto mismo hace cuatro años hubiera sido un éxito, pero no ahora, un año y medio después de las autonómicas catalanas en las que Ciudadanos fue el partido más votado.

Ante semejante fiasco y la constatación palmaria de que no hubo nada parecido a un «efecto Valls», no tiene mucho sentido mantener esa coalición. Pero los problemas de Ciudadanos no están circunscritos a Barcelona. Arrecian las críticas en toda España por la gestión de los pactos municipales y autonómicos en los que ha dado incomprensibles bandazos. Muchos acusan a la Ejecutiva del partido de no saber ni lo que quieren ni a dónde van. Y probablemente sea cierto.

A Ciudadanos, en este último ciclo electoral, no le han salido las cosas mal, pero tampoco del todo bien. Desde su sede en la calle de Alcalá, a corta distancia de la plaza de toros de Las Ventas, esperaban que, esta vez sí, el electorado les diese la alternativa. No para ganar las elecciones, pero sí para adelantar al PP y de este modo erigirse como líderes de la Oposición en las Cortes y arbitrar a su antojo los pactos autonómicos y municipales.

A pesar de que los resultados han sido buenos (en las generales ganaron un millón de votos con respecto a 2016 y han crecido en las locales de manera significativa), no eran esos los cálculos que se habían hecho. Aspiraban al formalizar el sorpasso o, al menos, a quedar empatados. Esto les condena a seguir de sirvientes del PP, cuando esperaban ser los amos, y les relega a un puesto subalterno y necesariamente incómodo en el Congreso. Se han quedado, en definitiva, a diez centímetros de la orilla, pero son esos diez centímetros los que han arruinado toda su estrategia postelectoral.

La conclusión, a un mes vista del 26-M, es que el PP ha ganado perdiendo votos y Ciudadanos ha perdido habiéndolos ganado en gran número

Quizá de ahí viene la confusión y los tumbos de las últimas semanas. No es aventurado decir que, tras el recuento del último voto en la madrugada del día 27 y la subsiguiente celebración con sordina en la sede, no sabían muy bien que hacer. Todo lo contrario que Casado, quien respiró aliviado y trazó rápido una hoja de ruta que incluía atrincherarse en el Congreso como única alternativa a Sánchez y aprovechar al máximo su ligera ventaja a nivel local.

El resultado a casi un mes vista es que el PP ha ganado perdiendo votos y Ciudadanos ha perdido habiéndolos ganado en gran número. La parte del león se la queda Casado, incluyendo Madrid, ayuntamiento y comunidad, Castilla y León, Murcia y Zaragoza. Ciudadanos tiene que conformarse con un puñado raquítico de alcaldías, algunas de ellas a medias con el PP, porque han acordado repartirse la legislatura. Es ciertamente un botín muy modesto.

Normal que Casado se muestre más sonriente y expansivo de lo habitual. Empezó mayo temiéndose una voladura descontrolada de su partido y acaba junio afianzado y dispuesto a acometer una purga antológica en Génova y en las sedes regionales díscolas, que algunas quedan aunque algo más amansadas que hace un mes. Y todo se lo debe a la extraordinaria largueza de Rivera, quien, sumido en un mar de dudas, no se ha atrevido a amenazarle con dejarle fuera de, por ejemplo, el ayuntamiento de Madrid, que se había convertido en una suerte de santo grial para el PP.

Pero donde el funambulismo de Ciudadanos ha alcanzado las cotas más preocupantes es en Barcelona. Consiguió aumentar su representación en el consistorio, pero sólo por un mísero concejal. Nada que ver con la marea naranja de las últimas autonómicas que inundó la Ciudad Condal y su cinturón industrial. Había que buscar un culpable del inesperado descalabro. O quizá no tan inesperado, porque entre Rivera y Valls había menos química que los gases nobles.

Casado empezó mayo temiéndose una voladura descontrolada de su partido y acaba junio afianzado y dispuesto a acometer una purga antológica en Génova

Y lo que empezó mal peor acaba. Ante el rompecabezas de Barcelona, con seis partidos, dos abiertamente constitucionalistas, dos abiertamente independentistas y otros dos en medio de ningún sitio, a Valls se le presentaba una duda existencial. Con sus seis concejales podía evitar que la corporación cayese en manos del independentismo encarnado en Ernest Maragall, pero a cambio de entregársela a Ada Colau, una atroz alcaldesa que no es ni constitucionalista ni independentista, sino todo lo contrario.

No lo tenía en absoluto fácil, por lo que, sabedor de que contaba con plena autonomía para tomar decisiones, se inclinó por la opción que consideró menos mala. Ahí ardió Troya. Ciudadanos perdió la ciudad que le vio nacer hace doce años y la cuna de sus principales líderes, empezando por Rivera y terminando por Girauta.

Es previsible que Valls se termine cansando y vuelva por donde vino. Rivera podrá entonces retomar el control de todo el grupo municipal, pero el daño ya estará hecho. Tendrán que esperar cuatro años para quitarse esta espina. Lo mismo que en Madrid, aunque esta vez desde el Gobierno donde existe la posibilidad de que, dada su condición de partido de adobo, apechuguen con todo el desgaste. Y si las cosas le salen bien a Almeida, no participen de los beneficios.

Para lo que va quedando cada vez menos tiempo es para investir (o no) a Pedro Sánchez como presidente del Gobierno, porque lleva en funciones casi dos meses. Ahí les espera el siguiente toro. Pueden hacerse a un lado y dejar que Sánchez busque la mayoría en la extrema izquierda y los nacionalistas, o aceptar la oferta velada del PSOE y la sugerencia de Macron. Sánchez lo único que quiere es tranquilidad para gobernar a gusto cuatro años y buscar la reelección en 2023. Eso sólo se lo pueden dar los 57 escaños de Rivera. Pero Rivera no está por la labor. Prefiere que Sánchez se estrelle tratando de gobernar un navío con pocos marineros, el viento en contra y la mar gruesa. Tal vez no sea mal planteamiento estratégico, pero debería descontar desde ya que el beneficiario del mismo no será él, será Pablo Casado.