Albert Rivera empezó en esto de la política hace más de una década, en un cartel donde aparecía en pelota picada, una metáfora que indicaba varias direcciones a la vez, pero que daba demasiadas pistas. Quería decir que no tenía nada que ocultar y tampoco nada que ofrecer, salvo a sí mismo. Las manos que le tapaban las vergüenzas avisaban que Albert no era de derechas ni de izquierdas sino todo lo contrario, lo mismo que esos señores que, sentados en un bar de carretera, beben coñac Fundador mientras se declaran apolíticos con un palillo entre los dientes y debajo de una cabeza de toro. En principio Albert y Ciudadanos representaban un proyecto que no traía muchas ideas encima, excepto la de oponerse con todas sus fuerzas al nacionalismo catalán, principalmente mediante una botella de coñac Fundador, un palillo entre los dientes y una cabeza de toro.

Después, poco a poco, esa desnudez adánica se fue cubriendo con diversas prendas, pantalones, corbatas, sombreros, corbatas y camisas, muchas camisas azules. La chaqueta de manga ancha es un clásico de su vestuario hasta el punto de que dentro de ella le cabe prácticamente cualquier cosa: pactos con la gente con la que nunca iba a pactar (de Vox al PSOE pasando por el PP y la ultraderecha irlandesa); un feminismo neoliberal desde el que explica a las mujeres pobres cómo vender sus hijos a las parejas de millonarios que no pueden tenerlos; una candidata a la alcaldía de Madrid multada por Hacienda y especialista en eludir el pago de impuestos; y unas primarias del partido con más irregularidades que los cimientos de la sede de Génova. Repasando otra vez la foto, se veía claramente que Albert no había engañado a nadie, que no tenía nada que esconder salvo el manubrio con la que nos la iba a meter doblada.

Ahora, gracias a un despiste del BOE, se ha descubierto que ni el nombre era de verdad, que Albert Rivera en realidad se llama Alberto Carlos Rivera, una revelación que ha llenado de intriga e inquietud a sus partidarios y de risas y palomitas a sus detractores. No se sabe todavía si lo de “Albert” era un guiño al electorado de derechas catalán ni si lo de “Alberto Carlos” no será un guiño al electorado de derechas venezolano. Se trata de un nombre compuesto de telenovela que remite inmediatamente a Roberto Carlos, un cantante brasileño de capa caída que quería ser civilizado como los animales y que ahora prefiere ser civilizado como Bolsonaro.

Esto de cambiarse de nombre a dos días de la plena promoción puede ser algo muy peligroso: le ocurrió a Prince cuando modificó su apodo por un símbolo bisexual y no le permitieron entrar a un especial de Los Teleñecos que le habían dedicado porque el guardia de la puerta no encontraba el ideograma en un manual de tráfico. Pablo Casado, siempre atento a la jugada, ha aprovechado para proponerle como futuro ministro de Asuntos Exteriores recordando la facilidad con que Alberto Carlos, el artista anteriormente conocido como Albert Rivera, viajaba a Caracas a repartir abrazos. Si al menos se hubiera llamado Carlos Alberto, no habría dado lugar a estas confusiones. En breve corregirá su nombre otra vez para que sus votantes sepan a qué atenerse, pobrecillos.

 
 

FUENTE: PUBLICO